lunes, 12 de diciembre de 2011

SANTIAGO EL MAYOR, APÓSTOL


SANTIAGO EL MAYOR
Pintura de EL GRECO - 1610

Las listas bíblicas de los Doce mencionan a dos personas con este nombre: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Santiago, hijo de Alfeo, que tradicionalmente se diferencian con los apelativos de Santiago el mayor y Santiago el menor. Estas designaciones no pretenden, por supuesto, medir su santidad, sino testimoniar la diferente relevancia que reciben en los escritos del Nuevo Testamento y, en particular, en el marco de la vida terrena de Jesús. Hoy dedicamos nuestra atención al primero de estos personajes homónimos.

El nombre de Santiago es la traducción de Iákobos, forma helenizada del nombre del célebre patriarca Jacob.

El apóstol así llamado es hermano de Juan, y en las listas citadas ocupa el segundo lugar justo después de Pedro, como en Marcos, o el tercer lugar después de Pedro y Andrés, en el Evangelio de Mateo y en el de Lucas, mientras que en los Hechos aparece después de Pedro y Juan .

Este Santiago pertenece, junto con Pedro y Juan, al grupo de los tres discípulos privilegiados que fueron reconocidos por Jesús en momentos importantes de su vida.

Él tuvo la ocasión de asistir, junto con Pedro y Juan, a la agonía de Jesús en el Huerto de Getsemaní y al suceso de la transfiguración de Jesús. Se trata de dos situaciones muy diferentes: en un caso, Santiago con los otros dos apóstoles experimentan la gloria del Señor, lo ve conversando con Moisés y Elías, ve transpirar el esplendor divino en Jesús; en el otro se encuentra ante el sufrimiento y la humillación, contempla con sus propios ojos cómo el Hijo de Dios se humilla y es obediente hasta la muerte.

Ciertamente, la segunda experiencia constituyó para él una ocasión para madurar su fe, para corregir la interpretación unilateral, triunfalista, de la primera: él tuvo que entender que el Mesías, esperado por el pueblo judío como un triunfador, en realidad no estaba solo rodeado de honor y gloria, sino también de tormentos y de debilidades. La gloria de Cristo se materializa precisamente en la cruz, con su participación en nuestros sufrimientos.

Esta maduración de su fe produjo por medio del Espíritu Santo en Pentecostés, de tal manera que Santiago, cuando llegó el momento del testimonio supremo, no se echó para atrás.

A comienzos de los años cuarenta del siglo I, el rey Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, como cuenta Lucas, <<se propuso maltratar a algunos de los que pertenecían a la Iglesia. Mató a espada a Santiago, el hermano de Juan>>. La concisión de la noticia, desprovista de cualquier detalle narrativo, revela, por una parte, cuan normal era para los cristianos testimoniar al Señor con su propia vida y, por otra, cuan preeminente era la posición de Santiago en la Iglesia de Jerusalén, también a causa del papel que desarrolló durante la existencia terrena de Jesús.

Una tradición posterior, que al menos remonta a Isidoro de Sevilla, cuenta su estancia en España para evangelizar a esa importante región del Imperio romano. Según otra tradición, habría sido su cuerpo el que fue transportado a España, a la ciudad de Santiago de Compostela. Como todos sabemos, ese lugar se convirtió en objeto de gran veneración y todavía es meta de numerosas peregrinaciones, no solo desde Europa, sino desde el mundo entero.

De ahí la representación iconográfica de Santiago con un bastón de peregrino y el rollo del Evangelio en la mano, atributos del apóstol itinerante y entregado al anuncio de la <<buena noticia>>, características también del peregrinaje de la vida cristiana.

De Santiago, por tanto, podemos aprender muchas cosas: su prontitud al recibir la llamada del Señor incluso cuando nos pide que abandonemos la <<barca>> de nuestras inseguridades humanas; el entusiasmo al seguirle por los caminos que Él nos indica más allá de nuestra ilusoria presunción; la disponibilidad para ser su testigo con valentía, si es necesario hasta el sacrificio supremo de la vida.

Así, Santiago el mayor constituye para nosotros un ejemplo elocuente de generosa adhesión a Cristo. Él, que al principio había pedido, a través de su madre, sentarse con su hermano junto al Maestro en su reino, fue el primero que bebió el cáliz de la pasión, que compartió con los apóstoles el martirio.

Y por último, podemos concluir que el camino, no solo exterior, sino ante todo interior, desde el monte de la transfiguración hasta el monte de la agonía, simboliza todo el peregrinaje de la vida cristiana, entre las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios.

(Texto extraído de la Audiencia general del 21 de junio 2006, plaza de San Pedro, recogido en el libro de Benedicto XVI antes mencionado).

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