SAN PABLO APÓSTOL
Pintura de EL GRECO
He separado de los Doce y de los otros santos y santas que han seguido el camino de Jesús, porque, considero que en Pablo de Tarso, se ´da, así como con el advenimiento de nuestro Señor Jesucristo, un antes y un después, en este caso, en la cristiandad.
Pablo no solo acepta el llamado directo de Jesús, como también lo hicieron los Doce, sino, que va mas allá, desde mi visión de cuál de todos ellos ha comprendido, vivido y por eso transmitido la esencia del mensaje, Pablo sin lugar a dudas experimenta en él la vivencia total de Cristo. Y ya no es él quién vive, sino Cristo en él, tal como él mismo lo dice de sí.
Pablo inaugura un tiempo nuevo en las comunidades cristianas, y logra sortear con gran capacidad, embuído del Espíritu Santo sus diferencias con los demás apóstoles, entre ellos con Pedro. Es con Pedro con quién tiene sus grandes diferencias, para Pablo, desde el Crucificado, ya no se puede volver atrás. No se puede volver a las exigencias que la ley de Moisés imponía a los judíos y sólo aceptar que los paganos conversos al cristianismo no se circuncidaran, y sí cumplieran con las demás disposiciones del catálogo.
Pablo comprende que seguir al Crucificado, como él llama a Jesús, implica la aceptación de todo aquél que con sus costumbres y procedencias, cualquiera sean éstas, se unan a Cristo, por creer en él y vivir de acuerdo al camino señalado por Jesús. Que ya no existen diferencias que marca el decálogo de Moisés, desde que Jesús comía, bebía, y llamaba a todos los excluidos. Pablo es quién nos abre las puertas del reino de Dios dado por Cristo luego de su vida, muerte y resurrección, a todos, sin exclusiones.
Pedro en cambio, desde mi punto de vista, no había comprendido totalmente a pesar de su intimidad con Jesús, a Cristo y sus enseñanzas. Todavía creía que la conversión de los paganos al cristianismo, debían seguir las leyes judías, salvo las de la circunsición. Para Pedro el Mesías, el Esperado de todas las Naciones, el Cristo, siendo judío, si bien aceptaba a los paganos, estos convertidos a Él, debían seguir las normas del pueblo judío a las que él pertenecía.
Pablo sin embargo, perteneciendo al pueblo y habiendo sido un justo por seguir a pie juntillas las disposiciones de la ley judía y habiendo considerado a Jesús, aquél a quién había que perseguir, cuando recibe el llamado directo de Jesús, hace un proceso despertando desde la ceguera a la luz y así aprende cuál es el verdadero reino que trajo Jesús a la tierra, y que el amor del Padre que nos regala Jesús en su persona, al entregar su vida en la Cruz y ser elevado nuevamente a su dignidad de Dios al Resucitar, es para todos aquellos que adhieren en su creencia al Jesús Crucificado y Resucitado . Y que nos une a él con su último y nuevo mandamiento: <<Que seremos reconocidos como sus discípulos, si nos amamos los unos a los otros como el nos ha amado>>-
Si bien es cierto que Jesús no le resta una coma ni una tilde a la í, del decálogo entregado por el Padre a Moisés en su momento, nos deja un mandato que no sólo reune todos los anteriores, sino, que los hace nuevos. Ya no sólo debemos amar al prójimo como a nosotros mismos, amando a Dios en primer lugar por encima de todas la cosas, sino, que debemos amar como el nos ha amado a nosotros.
Y esto es lo que Pablo de Tarso comprende en lo más profundo de su alma, Jesús, el Cristo, el Crucificado, aquél que fue muerto por la Ley (la Ley de Dios al pueblo judío, y que fue utilizada por la autoridad para mantener su poder, al sentirse amenazados), cumple en sí la Promesa hecha no a Moisés, sino a Abraham, Y en Cristo este mandato que nos deja, y de la manera que vive y a quienes se acerca levantándolos de su esclavitud y devolviéndoles la dignidad de Personas, protegiendo a los más débiles y casi podríamos decir sin procedencia, eliminando todo aquello que se les había impuesto por parte de los sacerdotes seguidores de la ley a la que habían sumado un sin fin de requerimientos que de no tenerlos los excluía, le muestra el verdadero sentido del reino de Dios que se había inaugurado en Jesús.
Este reino inaugurado por Jesús, reune, no excluye; no juzga, acepta las diferencias y sólo separa a aquél que por sí mismo se separa. Acepta el libre albedrío otorgado por el Padre a cada ser humano creado por él. Sí nos señala, que parar llamarnos sus discípulos y ser reconocidos como tales, debemos poder amar a todo otro como él nos amo a nosotros.
Esto excluye toda otra exigencia. Ya que quién pueda llegar a amar como él nos amo, será capaz de vivir como él vivió. Y en esto ya se cumple el decálogo por sí solo.
El Padre no excluye, el Hijo, no excluye. En el Espíritu Santo la vida es dada a todos sin diferencia alguna. Y esto es lo que vive Pablo. El vino a ser signo de verdad, de una verdad otorgada por Cristo. Y sabe que esto implicará desavenencias con las verdades comprendidas por los demás apóstoles, pero está dispuesto a llevarlas adelante, como Cristo mismo enseñó, sin ira, sin discordias, encontrando el medio por el Espíritu Santo que los reune en lo más auténtico y valioso (Cristo, Jesucristo).
Por eso creo que habiendo habido un antes y un después de Jesús, el Cristo, Jesucristo, en la vida de la humanidad, de la misma manera surge un antes y un después de Pablo y su apostolado en el propio cristianismo.
Ahora vamos a ver en profundidad no sólo la personalidad sino el hacer y el pensar de San Pablo de Tarso, desde la investigación y la catequésis de Benedicto XVI y luego seguiremos también con otros autores que nos aportarán algo más acerca de este Santo por el que accedimos a la salvación.
BENEDICTO XVI
LOS APÓSTOLES y los primeros discípulos de Cristo
"PABLO DE TARSO"
..."Hemos terminado nuestras reflexiones sobre los doce apóstoles llamados directamente por Jesús durante su vida terrena. Hoy comenzamos una aproximación a las figuras de otros personajes importantes de la Iglesia primitiva. También ellos dieron su vida por el Señor, por el Evangelio y por la Iglesia. Se trata de hombres y mujeres que, como escribe Lucas en los Hechos << han entregado su vida por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo>>.
El primero de estos, llamado por el Señor en persona, por el Resucitado, para ser un auténtico apóstol, es Pablo de Tarso. Él brilla como una estrella de primera magnitud en la historia de la Iglesia, y no solo en la de los orígenes. San Juan Crisóstomo le exalta como un personaje superior incluso a muchos ángeles y arcángeles. Dante Alighieri, en la Divina Comedia, inspirándose en el relato de Lucas de los Hechos, lo define sencillamente como <<vaso de elección>>, que significa "instrumento elegido por Dios". Otros le han llamado << decimotercer apóstol>< -y realmente él insiste mucho en que es un auténtico apóstol, ya que fue llamado por el Resucitado-, incluso << el primero después del Único>>.
Lo cierto es que, después de Jesús, es el personaje de los orígenes del que tenemos más informaciones. De hecho, poseemos no solo el relato que hace Lucas en los Hechos de los apóstoles, sino también un número de cartas que proceden directamente de su mano y que nos revelan sin intermediarios su personalidad y su pensamiento. Lucas nos dice que su nombre originario era Saulo, en hebreo Saúl, como el rey Saúl, y era un judío de la diáspora, ya que la ciudad de Tarso está situada entre Anatolia y Siria. Fue muy pronto a Jerusalén para estudiar a fondo la Ley de Moisés a los pies del gran rabino Gamaliel. Había aprendido también un oficio manual y rudo, la fabricación de tiendas que después le permitiría procurarse su propio sustento sin depender de las Iglesias.
Para él fue decisivo conocer la comunidad de quienes e confesaban discípulos de Jesús. Gracias a ellos tuvo ocasión de conocer una nueva fe -un nuevo <<camino>>, como se decía- que colocaba en el centro no tanto la Ley de Dios, si a la persona de Jesús, crucificado y resucitado, a quien desde entonces se le atribuía la remisión de los pecados. En un primer momento, como judío celoso que era, consideró este mensaje inaceptable y hasta escandaloso, y por eso se sintió en el deber de perseguir a los secuaces de Cristo incluso fuera de Jerusalén.
Fue precisamente de camino a Damasco, a comienzos de los años treinta, cuando Saulo, según sus palabras, fue <<alcanzado por Cristo Jesús>>. Mientras Lucas cuenta el suceso con profusión de detalles -cómo la luz del Resucitado le tocó y cambió radicalmente toda su vida-, en sus cartas él se centra en lo esencial y habla no solo de una visión, sino de una iluminación y, sobre todo, de una revelación y de una vocación en su encuentro con el Resucitado. De hecho, se definiría a sí mismo explícitamente como <<llamado para ser apóstol>> o <<apóstol por voluntad de Dios>>, como queriendo subrayar que su conversión no era el resultado de un desarrollo de su pensamiento, de reflexiones, sino el fruto de un intervención divina, de una imprevisible gracia divina.
Desde entonces todo lo que antes constituía para él un valor se convirtió paradójicamente, según sus palabras, en pérdida y basura. Y desde ese momento todas sus energías se centraron en el servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. A partir de entonces su existencia será la de un apóstol deseoso de hacerse <<todo para todos>> sin reservas.
De aquí se desprende una lección en el centro de nuestra vida a Jesucristo, de suerte que nuestra identidad se caracterice fundamentalmente por el encuentro, por la comunión con Cristo y con su palabra. Bajo su luz cualquier otro valor es recuperado y a la vez purificado de eventuales desechos.
Otra lección fundamental que nos brinda Pablo es el aliento universal que caracteriza a su apostolado. Como consideró importante el problema del acceso de los gentiles, es decir, de los paganos, a Dios, que en Jesucristo crucificado y resucitado ofrece la salvación a todos los hombres sin excepción, se entregó por entero a dar a conocer este Evangelio, literalmente <<buena noticia>>, es decir, el anuncio de gracia destinado a reconciliar al hombre con Dios, consigo mismo y con los demás.
Desde el primer momento entendió que esta es una realidad que no les concernía solo a los judíos o a un cierto grupo de hombres, sino que tenía un valor universal y les correspondía a todos, porque Dios es el Dios de todos. La Iglesia de Antioquía de Siria fue el punto de partida de sus viajes, y allí fue donde el Evangelio fue anunciado por primera vez a los griegos y donde fue acuñado también el nombre de << cristianos >>, es decir, de creyentes en Cristo. Desde ahí se dirigió primero hacia Chipre y luego varias veces a las regiones de Asia Menor (Psidia, Licaonia, Galacia) y más tarde a Europa (Macedonia, Grecia). Más relevantes fueron las ciudades de Éfeso, Filipos, Tesalónica, Corinto, sin olvidar tampoco Berea, Atenas y Mileto.
En el apostolado de Pablo no faltaron dificultades, que él afrontó con valentía por amor a Cristo. Él mismo recuerda haber sufrido << en trabajos, más; en cárceles, más; en golpes, de sobra; en peligros de muerte, muchas veces...; tres veces fui azotado con varas, una vez apedreado, tuve tres naufragios...; en viajes a pie, muchas veces, con peligros de ríos, peligros de bandidos, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; con hambre y sed; con ayunos, muchas veces; con frío y desnudez; sin contar lo que habría que añadir, mi carga de cada día, la preocupación por todas las Iglesias>>.
En un pasaje de la Carta a los Romanos se desvela su propósito de dirigirse hasta España, en el extremo de Occidente, para anunciar el Evangelio por todas partes, hasta los confines de la tierra entonces conocida. ¿Cómo no admirar a un hombre así? ¿Cómo no agradecer al Señor por habernos dado a un apóstol de esta talla? Es evidente que no habría podido afrontar situaciones tan difíciles y a veces desesperadas si no hubiera habido una razón de valor absoluto, ante la cual ningún límite podía considerarse insuperable.
Para Pablo esta razón, lo sabemos, es Jesucristo, de quien escribe: <<la caridad de Cristo nos apremia... para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para el que murió y resucitó por ellos>>, por nosotros, por todos.
De hecho, el Apóstol ofrecerá el supremo testimonio de su sangre bajo el emperador Nerón, aquí, en Roma, donde conservamos y veneramos sus restos mortales. De él escribió Clemente Romano, predecesor mío en esta sede apostólica en los últimos años del Siglo I: << Por los celos y la discordia Pablo se vio obligado a mostrarnos cómo se consigue el premio de la paciencia... Después de predicar la justicia a todo el mundo, y después de llegar a los extremos confines de Occidente, aguantó el martirio ante los gobernantes; así se fue de este mundo y alcanzó la santidad, convirtiéndose en el modelo más grande de perseverancia>>
Que el Señor nos ayude a poner en práctica la exhortación que nos dejó el Apóstol en sus cartas: << Haceos imitadores míos, como yo de Cristo>>.
(Audiencia general, 25 de octubre de 2006, plaza de San Pedro)
PABLO: LA CENTRALIDAD DE JESUCRISTO
En la catequesis anterior, hace quince días, intenté trazar las líneas esenciales de la biografía del apóstol Pablo. Vimos cómo el encuentro con Jesús e el camino a Damasco revolucionó literalmente su vida. Cristo se convirtió en su razón de ser y en el motivo profundo de todo su trabajo apostólico. En sus cartas, después del nombre de Dios, que aparece más de quinientas veces, el nombre que es mencionado con más frecuencia es el de Cristo (trescientas ochenta veces). Por eso es importante que nos demos cuenta de cómo Jesucristo puede incidir en la vida de un hombre y,por tanto, también en nuestra propia vida. En realidad, Cristo Jesús es la cima de la historia de salvación y el verdadero punto diferenciador también en el diálogo con las demás religiones.
Al mirar a Pablo, podríamos formular esta pregunta general: ¿cómo se produce el encuentro de un ser humano con Cristo? ¿ En qué consiste la relación que se reciba de él? Se puede decir que la respuesta de Pablo comprende dos momentos. En primer lugar, Pablo nos ayuda a entender el varo absolutamente fundamental e insustituible de la fe. Esto es lo que escribe en su Carta a los Romanos: <<sostenemos que el hombre queda justificado por las obras de la ley, sino mediante la fe en Cristo Jesús, también nosotros abrazamos la fe en Cristo y no por las obras de l ley; porque por las obras de la ley ningún viviente será declarado justo>>. << Quedar justificados>> significa ser hechos justos, es decir, ser recibidos por la justicia misericordiosa de Dios, y entrar en comunión con Él y, en consecuencia, poder entablar una relación mucho más auténtica con todos nuestros hermanos: y esto sobre la base de un perdón total de nuestros pecados. Pues bien, Pablo dice con toda claridad que esta condición de vida no depende de nuestras eventuales obras buenas, sino de una pura gracia de Dios: << y son justificados gratuitamente, por un favor suyo, mediante la redención realizada por Cristo Jesús>>.
Con estas palabras san Pablo expresa el contenido fundamental de su conversión, la nueva dirección de su vida como resultado de su encuentro con Cristo resucitado. Pablo, antes de la conversión, no había sido un hombre alejado de Dios y de su Ley. Al contrario, era un observante, con una observación fiel que llegaba hasta el fanatismo. En la luz de su encuentro con Cristo entendió, sin embargo, que hasta entonces había intentado construirse a sí mismo, su propia justicia, y que con toda esta justicia había vivido solo para sí mismo. Entendió que su vida necesitaba absolutamente un nuevo rumbo.
Y ese rumbo lo encontramos expresado en sus palabras:<< la vida terrena de ahora la vivo por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mi. Pablo, por tanto, ya no vive para sí mismo, para su propia justicia. Vive de Cristo y con Cristo: ofreciéndose a sí mismo, y ya no buscando y construyéndose a sí mismo. Esta es la nueva justicia, la nueva orientación que concede el Señor, que concede la fe.Ante la cruz de Cristo, expresión máxima de su entrega, no hay nadie que pueda estar orgulloso de sí mismo. En otro pasaje, Pablo, citando a Jeremías, explicita su pensamiento escribiendo: << el que se enorgullece, que ponga su orgullo en el Señor>>; y también: << En cuanto a mí, que no se me ocurra poner mi orgullo si no es en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la que el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo>>
Al reflexionar sobre lo que quiere decir justificación no por las obras sino por la fe, llegamos al segundo componente que define la identidad cristiana descrita por san Pablo en su propia vida. Una identidad cristiana que se compone precisamente de dos elementos: no buscarse en uno mismo, sino recibirse de Cristo y entregarse con Cristo, hasta sumergirse en Él y compartir tanto su muerte como su vida. Es lo que Pablo escribe en la Carta a los Romanos:<< nos bautizamos para unirnos a su muerte...fuimos sepultados con él...estamos injertados en él...Así vosotros también haceos cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús>> Esta última expresión es sintomática, pues para Pablo no es suficiente decir que los cristianos son bautizados o creyentes; para él es igual de importante decir que están >> en Cristo Jesús>>.
Otras veces invierte los términos y escribe que << Cristo está en nosotros/vosotros >> o << en mí>>. Esta compenetración mutua entre Cristo y el cristiano, característica de la enseñanza de Pablo, completa su discurso sobre la fe. La fe, de hecho, aunque nos une íntimamente con Cristo, subraya la distinción entre nosotros y Él. Pero, según Pablo, la vida del cristiano tiene también un componente que podríamos llamar << místico><, porque comporta una identificación de nosotros con Cristo y de Cristo con nosotros. En Este sentido, el apóstol llega incluso a calificar nuestros sentimientos como los << sufrimientos de Cristo sobre nosotros>>, de tal manera que nosotros llevamos siempre << en el cuerpo, de acá para allá, la situación de muerte de Jesús, para que también la vida de ´Jesús se manifieste en nuestro cuerpo>>.
Debemos aplicar todo esto a nuestra vida cotidiana siguiendo el ejemplo de Pablo, que vivió siempre con este gran aliento espiritual. Por una parte, la fe debe mantenernos en actitud constante de humildad de cara a Dios, incluso de adoración y de alabanza en relación con Él. Y es que lo que nosotros somos como cristianos se lo debemos solo a Él y a su gracia. Puesto que nada ni nadie puede tomar su lugar, es necesario que a nada ni a nadie más le tributemos el reconocimiento que le tributamos a Él. Ningún ídolo debe contaminar nuestro universo de la libertad adquirida volveremos a caer en una forma humillante de esclavitud. Por otra parte, nuestra radical pertenencia a Cristo y el hecho de que << estemos en Él >> debe infundirnos una actitud de total confianza y e inmensa alegría. En definitiva, debemos exclamar con san Pablo: << Si Dios está a favor nuestro, ¿ quién estará contra nosotros? >>
Y la respuesta es que nada ni nadie << podrá separarnos del amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús, Señor nuestro>>. Nuestra vida cristiana, por tanto, se apoya sobre la roca más estable y segura que se pueda imaginar. Y de ella extraemos toda nuestra energía, com o escribe precisamente el Apóstol: << tengo fuerzas para todo, gracias al que me fortalece>>.
Afrontemos, por consiguiente, nuestra existencia, con sus alegrías y dolores, sostenidos por estos grandes sentimientos que Pablo nos ofrece. Experimentándolos podremos entender cuánta verdad hay en lo que el Apóstol escribe: <<sé de quién me he fiado, y estoy convencido de que tiene poder para guardar hasta aquel día lo que me confió>>, es decir, hasta el día definitivo de nuestro encuentro con Cristo Juez, Salvador del mundo y nuestro.
(Audiencia general, 8 de noviembre 2006, plaza San Pedro)
PABLO: EL ESPÍRITU EN NUESTROS CORAZONES
BENEDICTO XVI
...Estamos ante un gigante no solo en el plano del ejercicio del apostolado, sino también de la doctrina teológica, extraordinariamente profunda y estimulante. Tras meditar en la última ocasión sobre cuanto escribió Pablo acerca del lugar central que Jesucristo ocupa en nuestra vida de fe, veremos hoy lo que dice sobre el Espíritu Santo y sobre su presencia en nosotros, ya que también en esto el Apóstol tiene que enseñarnos algo de gran importancia.
.....No se limita a ilustrar únicamente la dimensión dinámica y operativa de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, sino que también analiza su presencia en la vida del cristiano, cuya identidad queda marcada por ella. ....Pablo reflexiona sobre el Espíritu mostrando su influjo no solo en la acción del cristiano, sino también en su ser.
.... dice que el Espíritu Santo vive en nosotros.
...y que << envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo>>. Así pues, según Pablo, el Espíritu nos penetra en nuestra profundidad personal más íntima.
Veamos algunas palabras suyas de significado relevante acerca de esto: << la ley del Espíritu de la vida en Cristo Jesús me liberó de la ley del pecado y de la muerte... pues no recibisteis espíritu de esclavitud para volver al miedo, sino que recibisteis espíritu de adopción filial con el que gritamos "¡Abba! ¡Padre! >>, porque, como hijos, podemos llamar "Padre" a Dios.
Resulta evidente, por tanto, que el cristiano, antes incluso de actuar, posee ya una interioridad rica y fecunda, que le ha sido entregada en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, una interioridad que lo coloca en una objetiva y original relación de filiación con Dios.
He aquí nuestra gran dignidad: no somos solo imagen, sino hijos de Dios. Y esto es una invitación a vivir nuestra filiación, a ser siempre más conscientes de que somos hijos adoptivos en la gran familia de Dios.
Es una invitación a transformar este don objetivo en una realidad subjetiva, determinante para nuestro pensamiento, para nuestra manera de actuar, para nuestro ser. Dios nos considera hijos suyos, ya que nos ha elevado a una dignidad parecida, aunque no igual, a la del propio Jesús, el único Hijo verdadero en sentido pleno.
En él nos es dada, o restituida, la condición filial y la libertad confiada en nuestra relación con el Padre.
Descubrimos así que para el cristiano el Espíritu ya no es solo el << Espíritu de Dios>>, como suele decir el Antiguo Testamento y también repite el lenguaje cristiano. Y tampoco es solo un << Espíritu Santo>> entendido genéricamente, según el modo de expresarse del Antiguo Testamento y del propio judaísmo en sus escritos (Qumrán, rabinismo). Lo específicamente propio de la fe cristiana es la confesión de una original participación de este Espíritu en el Señor resucitado, quien se ha convertido en << Espíritu que hace vivir>>.
Precisamente por eso san Pablo habla directamente del << Espíritu de Jesucristo >>.
¡Es como si quisiera decir que no solo Dios Padre es visible en el Hijo, sino que también el Espíritu de Dios se expresa en la vida y en la acción del Señor crucificado y resucitado!
Pablo también nos enseña otra cosa importante: nos dice que no puede existir la verdadera oración sin la presencia del Espíritu en nosotros. Por eso escribe:<< Del mismo modo también el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, pues no sabemos qué hemos de pedir de forma conveniente, pero el Espíritu en persona intercede con gemidos inefables; y el que sondea los corazones sabe a qué tiende el Espíritu: a interceder a favor delos santos según los planes de Dios>>.
Es como si dijera que el Espíritu Santo, es decir, el Espíritu del Padre y del Hijo , es ahora como el alma de nuestra alma, la parte más secreta de nuestro ser, desde donde se eleva sin cesar hacia Dios un movimiento de oración, del que no se pueden siquiera precisar los términos.
El Espíritu, de hecho, siempre despierto en nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al Padre nuestra adoración, junto con nuestras aspiraciones más profundas. Naturalmente, esto exige un gran nivel de comunión vital con el Espíritu. Es una invitación a ser cada vez más sensibles, más atentos a la presencia del Espíritu en nosotros, a transformarla en oración, a sentirla y a aprender así a rezar, a hablar con el Padre como hijos en el Espíritu Santo.
Hay también otro aspecto característico del Espíritu que nos ha enseñado san Pablo: su conexión con el amor. El Apóstol escribe: << la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones gracias al Espíritu Santo que se nos dio>>.
En mi carta encíclica Deus caritas est citaba una frase muy elocuente de San Agustín: << Si ves la caridad, ves la Trinidad>>, y continuaba explicando: << El Espíritu, en efecto, es esa potencia interior que armoniza el corazón [de los creyentes] con el corazón de Cristo y los mueve a amar a sus hermanos como Él los ha amado. El Espíritu nos introduce en el ritmo mismo de la vida divina, que es vida de amor, haciéndonos participar personalmente delas relaciones existentes entre Padre y el Hijo.
Tiene su sentido que Pablo, cuando enumera los diferentes componentes de la fructificación del Espíritu, coloque en primer lugar el amor: << el fruto del Espíritu es caridad, alegría, paz...>>. Y puesto que por definición el amor une, eso significa que el Espíritu es ante todo creador de comunión dentro de la comunidad cristiana, como decimos al comienzo de la santa misa con una expresión paulina:<<...la común participación del Espíritu Santo [es decir, la que sucede gracias a él] esté con todos vosotros>>.
Por otra parte, sin embargo, también es cierto que el Espíritu nos estimula a establecer relaciones de caridad con todos los hombres. Esto así, cuando nosotros amamos dejamos espacio al Espíritu, le permitimos expresarse plenamente. Se entiende entonces por qué Pablo enlaza en la misma página de la Carta a los Romanos estas dos exhortaciones: << en el espíritu, fervorosos>> y <<No devolváis a nadie mal por mal>>.
Por último, el Espíritu, según san Pablo, es un adeudo generoso conocido por Dios mismo como anticipo y a la vez como garantía de nuestra herencia futura. Aprendemos, pues, de Pablo que la acción del Espíritu orienta nuestra vida hacia los grandes valores del amor, de la alegría, de la comunión y de la esperanza. Nuestro cometido es experimentarla cada día siguiendo las sugerencias interiores del Espíritu, ayudados en su discernimiento por la guía iluminante del Apóstol.
(Audiencia general, 15 de noviembre de 2006, plaza de San Pedro)
PABLO: LA VIDA EN LA IGLESIA
"Finalizamos hoy nuestros encuentros con el apóstol Pablo dedicándole una última reflexión. Y es que no podemos despedirnos de él sin considerar uno de los componentes decisivos de su actividad y uno de los temas más importantes de su pensamiento: la realidad de la Iglesia.
Antes que nada, debemos hacer constar que su primer contacto con la persona de Jesús se produjo a través del testimonio de la comunidad cristiana de Jerusalén. Fue un contacto borrascoso. Cuando conoció al nuevo grupo de creyentes se convirtió inmediatamente en su feroz perseguidor. Lo reconoce él mismo al menos tres veces en otras tantas cartas: << perseguí a la Iglesia de Dios>>, escribe, presentando este comportamiento suyo como el peor de los crímenes.
¡La historia nos demuestra que a Jesús normalmente se llega pasando a través de la Iglesia! En cierto sentido, esto también le sucedió, como decíamos, a Pablo, pues encontró a la Iglesia antes que a Jesús. Ahora bien, este contacto, en su caso, fue contraproducente, no provocó su adhesión, sino un violento rechazo. Para Pablo, la adhesión a la Iglesia se vio propiciada por la intervención de Cristo, quien, al revelársele en el camino a Damasco, se identificó con la Iglesia y le hizo entender que perseguir a la Iglesia era perseguirle a Él, al Señor.
Así, el Resucitado le dijo a Pablo, el Perseguidor de la Iglesia: << Saúl, Saúl, ¿ por qué me persigues?>>.
Al perseguir a la Iglesia, estaba persiguiendo a Cristo.
Pablo, entonces, se convirtió, al mismo tiempo, a Cristo y a la Iglesia. De ahí se entiende por qué la Iglesia estuvo después tan presente en la mente, en el corazón y en la actividad de Pablo. En primer lugar, fue así porque fundó personalmente muchas Iglesias en las distintas ciudades a las que fue a evangelizar. Cuando habla de su << preocupación por todas las Iglesias>>, se está refiriendo a las diferentes comunidades cristianas aparecidas en Galacia, en Jonia, en Macedonia y en Acaya. Algunas de estas Iglesias también le ocasionaron preocupaciones y disgustos, como sucedió, por ejemplo, con las Iglesias de Galacia, que él vio cómo se pasaron << a otro Evangelio>>, algo a lo que se opuso ocn firme determinación. Y es que se sentía unido a las comunidades fundadas por él de una manera no fría y burocrática, sino intensa y apasionada.
Así, por ejemplo, define a los filipenses como << hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona>> . Otras veces compara a las diferentes comunidades con una carta de exhortación única en su género: << Nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres, sois vosotros>>. En otras ocasiones, incluso, muestra hacia ellas un auténtico sentimiento no solo de paternidad, sino también de maternidad, como cuando se dirige a sus destinatarios llamándoles << hijitos míos, a los que vuelvo a dar a luz entre dolores hasta que Cristo se forme en vosotros>>.
Pero en sus cartas Pablo ilustra también su doctrina sobre la Iglesia como tal. Es bien conocida su original definición de la Iglesia como << cuerpo de Cristo>>, que no leemos en otros autores cristianos del siglo I.
La raíz más profunda de esta sorprendente designación de la Iglesia la encontramos en el sacramento del cuerpo de Cristo. Dice san Pablo: << Porque es un solo pan, somos todos un solo cuerpo, pues todos participamos del único pan>>.
En la eucaristía, Cristo nos da su Cuerpo y nos hace su Cuerpo. En este mismo sentido, san Pablo les dice a los gálatas: << todos vosotros sois uno en Cristo Jesús>>
Con todo esto Pablo nos da a entender que no solo se produce una pertenencia de la Iglesia a Cristo, sino también una cierta forma de equiparación y de identificación de la Iglesia con el propio Cristo. Es de aquí, por tanto, de donde procede la grandeza y la nobleza de la Iglesia, es decir, de todos nosotros, que formamos parte de ella: por ser nosotros miembros de Cristo, una especie de extensión de su personal presencia en el mundo. Y de aquí se deriva, naturalmente, nuestro deber de vivir realmente conforme a Cristo. De aquí se derivan también las exhortaciones de Pablo sobre los diferentes carismas que estimulan y estructuran la comunidad cristiana. Todos remiten a una única fuente, que es el Espíritu del Padre y del Hijo, y sabemos que en la Iglesia no hay nadie que no los posea porque, como escribe el Apóstol, << a cada uno se le concede la manifestación del Espíritu, para el provecho de todos>>.
Lo importante, sin embargo, es que todos los carismas cooperen juntos en la edificación de la comunidad y no se conviertan en un motivo de desgarro. Acerca de esto Pablo se hace una pregunta retórica: <<¿Está dividido Cristo?>>. Él lo sabe bien y nos enseña que es necesario << conservar la unidad del espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como también fuisteis llamados, por vuestra vocación, a una sola esperanza>>
Obviamente, subrayar la exigencia de la unidad no significa decir que se deba uniformar o simplificar la vida eclesial conforme a un único modo de actuar. En otro pasaje Pablo exhorta a << no apagar el Espíritu>>, es decir, a dejar generosamente un espacio al dinamismo imprevisible de las manifestaciones carismáticas del Espíritu, que es fuente de energía y de vitalidad siempre renovada. Pero si hay un criterio que a Pablo le importa especialmente es la mutua edificación: << Que todo sea para edificación>>.
Hay una carta paulina que llega a presentar a la Iglesia como esposa de Cristo. Con esta imagen retoma una antigua metáfora profética que hacía del pueblo de Israel la esposa de Dios de la alianza; esto demuestra cuán estrechas son las relaciones entre Cristo y su Iglesia, ya sea porque ella es objeto del más tierno amor por parte de su Señor, o porque el amor debe ser recíproco y,por tanto, también nosotros, como miembros de la Iglesia, debemos demostrarle una fidelidad apasionada.
En conclusión, lo que está en juego es una relación de comunión: una relación por así decirlo vertical entre Jesucristo y todos nosotros, pero también otra horizontal entre todos los que se distinguen en el mundo por el hecho de que <<invocan el nombre de Nuestro Señor Jesucristo>>.
Esta es nuestra definición: nosotros formamos parte de aquellos que invocan el nombre del Señor Jesucristo. Se entiende bien, por tanto, cuán deseable es que se realice lo que el propio Pablo desea al escribir a los corintios: << Pero si todos profetizan y entra algún incrédulo o no iniciado, se verá acusado por todos, se verá enjuiciado por todos; las cosas ocultas de su corazón quedarán manifiestas, y así, cayendo sobre su rostro, adorará a Dios, proclamando: "Realmente Dios está entre vosotros">> 1 Cor 14, 24-25). Así tendrían que ser nuestros encuentros litúrgicos. Un no cristiano que entra en nuestra asamblea tendría que poder decir al final: << Realmente Dios está entre vosotros>>.
Concluye Benedicto XVI esta reflexión final sobre san Pablo diciendo: Recemos al Señor para vivir así, en comunión con Cristo y en comunión entre nosotros.
(Audiencia general, 22 de noviembre de 2006, plaza de San Pedro)
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